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Gemma Bel stj

En su último tramo, al entrar en Cataluña, el río Ebro se adentra en un terreno montañoso y escarpado, entre el gris azulado de las montañas y el verde intenso del río. Allí se encuentra Vinebre, el pueblo donde nació en 1840 Enrique de Ossó y Cervelló. 

Ser originario de un medio rural tradicional es uno de los trazos que dibujan la personalidad de Enrique de Ossó, compleja y a veces paradójica, configurada a partir de múltiples referencias. La diversidad de sus padres: payés negociante él; ella mujer de una fe profunda, nos da color a otra pincelada. Un tercer rasgo se perfila a partir de su conocimiento de Teresa de Jesús; la simbiosis entre ambos fue total, de manera que un Ossó teresiano consiguió una interpretación Teresa completamente ossoniana. 

La fe catalizó y compiló todas estas vertientes, y consiguió hacer de él un luchador incansable, un loco sensato, un hombre profundamente espiritual, pero pragmático; quizás soñador, pero no quimérico; creativo aunque eminentemente realista; orante y reflexivo aunque no intelectual; no un ideólogo, sino un líder convincente por sus actitudes; no analista político sino perceptor de los problemas de la gente; no literato, pero sí escritor; tranquilo pero incansable; un conservador que rompió los clichés de la modernidad, un hombre nacido entre las montañas que se proyectó más allá de las fronteras. 

Quizás la particular intersección existente entre el escenario donde discurrió su existencia, su educación, los momentos históricos que le tocó vivir y su herencia familiar le dio la capacidad de trabajar sin tregua en todo tipo de ambientes, de estar a la vez en contacto con Dios y con los problemas cotidianos. El análisis ossoniano de la realidad, hecho des de la fe, la lucidez y el amor, supo conectar con las carencias básicas de su entorno. Durante toda su  vida, Enrique de Ossó hizo patente una enorme creatividad ante los retos que éstas le planteaban. Sus soluciones, que tenían la cercanía de un hombre del pueblo y la hondura de un hombre de Dios, daban con frecuencia en el clavo de las necesidades más hirientes de su tiempo, conjugando la utopía con la practicidad. 

Impregnado por el optimismo de la antropología teresiana y por el dinamismo modernista de finales del siglo XIX, su actividad se desplegó en múltiples campos: periodismo, catequesis, enseñanza, fundación de asociaciones… Siempre con un único objetivo: transformar el mundo al estilo de Jesús de Nazaret. 

Entre todas las obras de Enrique de Ossó, destaca la Compañía de Santa Teresa, que empezó a gestarse en 1873, cuando Mosén Enrique decidió crear la Archicofradía. Para ello, reunió a un grupo de chicas jóvenes de Tortosa, con una formación religiosa y humana de cariz marcadamente tradicional, y les dijo que todo dependía de ellas, que sus decisiones y su manera de actuar podían renovar la sociedad. Y a ellas las exhortó a ser fuego entre las brasas y fuerza para alcanzar nuevas metas. Este llamamiento, que quebrantaba todas las normas de la educación femenina del siglo XIX, era su interpretación personal de la parábola de la levadura en la masa. Su idea básica era que estas jóvenes fueran fermento para conseguir que la estructura familiar, política y social se acercara cada vez más a la utopía evangélica. Aunque pocas, diseminadas aquí y allá, su esfuerzo y actitudes constantes lograría hacerlo todo nuevo. 

La idea de Mosén Enrique cuajó, y la Archicofradía se extendió y arraigó por toda la diócesis, después por toda Cataluña y Valencia, y más tarde, como una inmensa red en un mundo que aún no conocía la globalización, fue traspasando fronteras hasta extenderse con una agilidad impropia de una organización laica del siglo XIX. 

Pero la archicofradía no cubría todas las expectativas de Enrique de Ossó. Además de la fe, la sociedad necesitaba para fermentar otra levadura: la cultura. Sólo mediante la educación y el evangelio se llegaría a construir una nueva civilización. 

Con la intención de aunar estas dos vertientes, el dos de abril de 1876 decidió fundar la Compañía de Santa Teresa y, de forma muy acorde con su talante, las primeras hermanas hicieron los votos el 23 de junio del mismo año. La Compañía fue, desde su creación, su obra predilecta, aquella a la que dedicaría más desvelos, la que le dio la posibilidad de incidir de forma más profunda en el entorno, la que pervive con más fuerza de todas las que ideó, y la que le causó un mayor sufrimiento. Su campo de acción es doble: la mente y el corazón de cada persona, allí donde alguien lo necesite y de la forma que lo necesite. 

Después de fundar la Compañía, durante sus últimos 20 años, Enrique de Ossó no dejo ni un momento de trabajar, dando su vida por el reino y, de forma especial, atendiendo a cada una de las hermanas, a cada uno de los problemas de la congregación, inventando mil nuevas estrategias para hacer de la tierra un espacio donde Dios tuviera más cabida. 

Las teresianas, hoy, estamos llamadas a vivir y transmitir el legado de Enrique de Ossó, a ser a la vez contemplativas y activas, a ser soñadoras y prácticas, a creer en la persona y en el Evangelio, a encarnar en nosotras la unidad entre la cultura y el seguimiento de Jesús, ejes que centraron la vida de este sacerdote nacido en un pequeño pueblo de Cataluña que acabó sus días, sólo y rechazado, en el monasterio de Santo Espíritu del Monte, en Gilet, Valencia.

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